miércoles, 21 de octubre de 2009

El aroma de la tierra húmeda después de una tormenta. Un atardecer en la playa. Un día de frío junto al fuego. Un buen par de guantes de lana. Las gotas de lluvia contra el vidrio. Una fruta recién cortada. Una taza de café humeante.

Un plato del pescado del día, de esos que se sirven en una aldea de pescadores. El aire salado sobre la piel. Flotar en un bote sin motor. Contemplar el océano azul, cristalino e infinito. Un cielo estrellado. Un horizonte de nubes naranjas por el sol.

Salir de viaje y recorrer kilómetros y kilómetros de ruta cuya fisonomía cambia de un momento a otro. Ciudad, campo verde, desierto y, luego, las montañas. Picos majestuosos que casi tocan un cielo que parece pintado. Detenerse en la banquina y aspirar ese aire virgen de contaminación. La brisa fresca en la cara cuando el caballo galopa a toda velocidad.

Contemplar el instinto materno de un animal con su cría. Sentarse frente a la televisión y ver un documental de Discovery Channel de punta a punta. Dejarse llevar por lo asombroso de la naturaleza, por el milagro de la vida. Juntar semillas, sembrarlas y ver crecer una planta. Regar nuestro jardín y admirarse de sus colores durante la primavera. Desayunar empañados por un amanecer de invierno.

Un ramo de flores. Una huerta en casa. Un chorro de agua fría en la cara. Zambullirse en una laguna de aguas transparentes y dejarse llevar. Hacer la plancha mirando el cielo. Nadar con antiparras. Volar en avión. Andar en bicicleta. Salir a caminar.










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